Hace unos días visité una cueva en Cantabria famosa por sus pinturas rupestres. Dicho sea de paso, Cantabria alberga una colección única de arte paleolítico. Como es habitual en estos días, llovía. La cueva no era impermeable, se filtraba agua que formaba algún charco y bastante barrillo.
El guía habló de las numerosas caídas que se producían en la cueva y la existencia de zonas con mayor "concentración de accidentes". Seguidamente, nos repitió varias veces la importancia de dar pasos cortos y mantener una postura vertical.
Conforme pasaba el tiempo e íbamos cogiendo confianza, alguien comentó que la gravedad del peligro de caída en la cueva "no era para tanto". El guía, con cierta sorna, aceptó que tenía razón y el riesgo en realidad era bajo. Pero añadió que "metiendo miedo" se evitan los accidentes y el tedioso papeleo, incluyendo realizar un informe, que implica cualquier caída, aunque no tenga ninguna gravedad.
A raíz de este comentario, los visitantes nos relajamos sintiéndonos más seguros y disfrutamos más de la visita al no estar tan pendientes del suelo. Por cierto, no se produjo ningún accidente.
El miedo es un mecanismo muy eficaz de control y efectivamente contribuye a evitar accidentes, o cualquier transgresión de una norma. Pero a cambio, limita la capacidad de explorar alternativas y genera una angustia que es poco compatible con el disfrute de la experiencia.
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